Lecciones de la pascua desde Israel // Miguel Díez
Recorrer Israel junto al pastor Miguel Díez no fue simplemente un viaje. Fue una peregrinación espiritual, una inmersión profunda en las raíces de nuestra fe. Desde Jerusalén hasta el Monte de los Olivos, cada lugar cobró vida a través de la Palabra, los cantos, la oración y las enseñanzas que el Espíritu Santo derramó. Fue en medio de esta atmósfera de adoración y revelación que recibimos una predicación poderosa sobre la Pascua, no como una fiesta judía antigua, sino como un mensaje eterno de redención, santidad y victoria para nuestras vidas hoy.
El Cenáculo: una cena profética
Jesús no improvisó la cena de Pascua. Ordenó a sus discípulos preparar un lugar y, siguiendo su guía, se reunieron en lo que conocemos como el cenáculo (Lucas 22:7-13). Aunque el lugar físico exacto pueda debatirse, lo importante fue lo que ocurrió allí: el Cordero de Dios se sentó a la mesa con sus discípulos y transformó una tradición judía en un pacto eterno.
Tomó el pan, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado” (Lucas 22:19). Luego tomó la copa y declaró: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre” (v. 20). Jesús no hablaba de un ritual vacío. Comer su carne y beber su sangre no era un acto físico, como erróneamente interpretan algunos, sino espiritual: participar de su Palabra, su carácter, su vida.
Traición, confusión y el dolor de no velar
En esa misma cena, Jesús anunció la traición. Lo impactante fue que todos preguntaron: “¿Seré yo, Señor?”. Nadie tenía plena certeza de su fidelidad. Aún no habían sido llenos del Espíritu Santo. Estaban en confusión, en debilidad, como muchos creyentes hoy que dependen de su propia fuerza.
Judas mojó el pan en el plato con Jesús. En ese momento, el demonio entró en él. Fue tras la ganancia, vendiendo al Hijo del Hombre por unas monedas. Pero no solo Judas falló. Pedro, el más apasionado, aseguró estar dispuesto a morir por Jesús. Sin embargo, Jesús le advirtió: “Antes que el gallo cante, me negarás tres veces”. No basta el entusiasmo. Se necesita oración, dependencia, humildad.
Getsemaní: el aceite de la oración
En el huerto de Getsemaní —nombre que significa “prensa de aceite”— Jesús se postró en oración. Allí no solo derramó lágrimas, sino sudor como gotas de sangre. El Hijo clamó al Padre: “Si es posible, pase de mí esta copa… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Esa copa contenía el juicio, el pecado, la ira divina. Y Jesús la bebió hasta la última gota.
Mientras tanto, sus discípulos dormían. Jesús los despertó con una advertencia que sigue vigente: “Velad y orad, para que no entréis en tentación” (Mateo 26:41). Caer en pecado muchas veces es el resultado de no haber velado a tiempo. La oración no es solo una rutina, es la conexión vital con la voluntad del Padre. Es allí donde se recibe el aceite del Espíritu.
El arresto: poder en la debilidad
Judas regresó con soldados y líderes religiosos. Señaló a Jesús con un beso. Y cuando Jesús pronunció su nombre eterno, “Yo soy”, todos cayeron al suelo. Hasta en el momento de su entrega, el poder de Dios se manifestó. Pero Jesús no huyó. Se entregó, sabiendo que era el camino hacia nuestra redención.
Pedro intentó defenderlo con la espada, pero Jesús lo reprendió. No vino a ser defendido por fuerza humana, sino a cumplir la voluntad de Dios. Incluso sanó al siervo herido. En medio del caos, Él mostró misericordia.
El juicio: verdad frente al poder
Llevado ante el sumo sacerdote, luego ante Herodes y finalmente ante Pilato, Jesús soportó insultos, bofetadas y humillaciones. Pilato, desconcertado, le preguntó: “¿Eres tú rey?”. Y Jesús respondió con claridad: “Yo para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz” (Juan 18:37).
La respuesta de Pilato —“¿Qué es la verdad?”— sigue resonando en una sociedad que ha perdido el rumbo. Pero la verdad no es un concepto filosófico. La verdad es una persona: Jesús. Él es el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6).
La cruz: amor hasta el extremo
Jesús cargó su cruz hasta el Gólgota. Allí fue clavado, no en las palmas, sino en las muñecas, para soportar el peso del cuerpo. Fue crucificado entre dos ladrones, uno de los cuales, quebrantado, le rogó: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Y recibió la promesa: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:42-43). Incluso en su agonía, Jesús salvaba.
Durante tres horas hubo tinieblas en toda la tierra. El Hijo clamó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). El Padre apartó su rostro, para nunca más apartarlo de nosotros. Finalmente, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46). Y murió.
La tumba vacía: el sello de la victoria
Jesús no murió un viernes, como dicta la tradición, sino un miércoles. Él mismo declaró que estaría tres días y tres noches en el corazón de la tierra (Mateo 12:40). Fue sepultado antes de la puesta del sol y resucitó el sábado, el día del Señor. Cuando las mujeres fueron al sepulcro al amanecer del domingo, la tumba ya estaba vacía.
¡Él vive! Y porque Él vive, nosotros también viviremos. Su resurrección no es solo un evento histórico, es nuestra esperanza eterna. Ninguna otra tumba está vacía. Solo la de Jesús.
Lecciones que transforman
- Participar del pan y el vino es afirmar nuestra unión con Cristo, no un ritual, sino una vida de consagración.
- Velar y orar es más que una recomendación: es un mandato para resistir la tentación.
- No basta con tener buenas intenciones como Pedro; necesitamos depender del Espíritu.
- Jesús sufrió, fue abandonado, y derramó su sangre por amor. No lo traicionemos con indiferencia.
- La tumba vacía no solo prueba su victoria, es la garantía de nuestra esperanza futura.
Una Pascua para vivir, no solo recordar
Celebrar la Pascua no es un evento anual. Es una decisión diaria de vivir en obediencia, en gratitud y en santidad. Es tomar el pan con reverencia, beber la copa con conciencia, y vivir como redimidos. No hay salvación sin cruz, no hay gloria sin Getsemaní, no hay resurrección sin muerte al yo.